Una de las consecuencias de la actual crisis es que nos hace conscientes de la vulnerabilidad de los sistemas sociales y de la inestabilidad que amenaza nuestras vidas. Asistimos con temor a los desgarros traumáticos que acaban con la seguridad de tener un trabajo y un sistema de protección social aceptable. El caos se cierne sobre nuestras vidas y recurrimos a todas las estrategias que tenemos a nuestro alcance para acomodarnos a las nuevas circunstancias y aliviar nuestras penas. Boris Cyrulnik en su libro "Autobiográfía de un espantapájaros" en torno al concepto de resiliencia, apunta que "lo que nos hace salir del caos es nuestro sistema sensorial y nuestros relatos, que impregnan de sentido a los acontecimientos. Esta adaptación necesaria explica nuestro amor por los mitos, los prejuicios y los tiranos. Ellos nos salvan del caos, dan sentido al nuevo bullicio y nos conducen a la perdición, para nuestra mayor felicidad".
Así pues, la amenaza del caos no produce necesariamente mayor consciencia ni nos acerca a las puertas del cielo. El crack del 29 está fresco en nuestra memoria histórica para demostrar que las crisis abren las puertas a las ideologías totalitarias que se alimentan de nuestros miedos. Frente a ello, es necesario anteponer la fuerza de la resiliencia, la capacidad humana de sobreponernos a las dificultades, traumas y tragedias, sin que la vida quede truncada por ello y sin recurrir a los "escudos protectores" que construyen determinadas quimeras sociales y justifican los "sacrificios de los chivos expiatorios".
Esto significa que frente a la seguridad de los redentores, de los que parecen que todo lo tienen claro, los tiempos difíciles requieren adentrarnos en la jungla de la consciencia, del relativismo y del pensamiento poliédrico, donde las aristas son necesarias, aunque a veces nos pruduzcan dolor, incertidumbre y carencia de "recetas".
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