Editorial de Ignacio Ramonet de Le Monde Diplomatique en español (Nº 226, Agosto 2014).
Me habían dicho que estaba residiendo
en La Habana pero que, como estaba enfermo, no quería ver a nadie. Yo
sabía dónde solía alojarse: en una magnífica casa de campo, lejos del
centro. Llamé por teléfono y Mercedes, su esposa, disipó mis
escrúpulos. Con calidez me dijo: “En absoluto, es para alejar a los
pesados. Ven, ‘Gabo’ se alegrará de verte”.
A la mañana
siguiente, bajo un calor húmedo, remonté una alameda de palmeras y me
presenté ante la puerta de la quinta tropical. No ignoraba que sufría
de un cáncer linfático y que se sometía a una agotadora quimioterapia.
Decían que su estado era delicado. Incluso le atribuían una
desgarradora ‘carta de adiós’ a sus amigos y a la vida... Temía
encontrarme con un moribundo. Mercedes vino a abrirme y, para mi
sorpresa, me dijo con una sonrisa: “Pasa. Gabo ya viene... Está
terminando su partido de tenis”.
Poco después, bajo la tibia luz
del salón, sentado en un sofá blanco, lo vi acercarse, en plena forma
efectivamente, con el pelo rizado todavía húmedo de la ducha y el bigote
desgreñado. Vestía una guayabera amarilla, un pantalón blanco muy
ancho y zapatos de lona. Un verdadero personaje de Visconti. Mientras
bebía un café helado, me explicó que se sentía “como un ave silvestre
que se escapó de la jaula. En todo caso, mucho más joven de lo que
aparento”. Y agregó, “con la edad, compruebo que el cuerpo no está
hecho para durar tantos años como nos gustaría vivir”. Acto seguido, me
propuso “hacer como los ingleses, que nunca hablan de problemas de
salud. Es de mala educación”.
La brisa levantaba muy alto las
cortinas de las inmensas ventanas y la sala empezó a parecerse a un
barco volador. Le comenté cuánto me gustó el primer tomo de su
autobiografía, Vivir para contarla (1): “Es tu mejor novela”. Sonrió y
se ajustó las gafas de gruesa montura: “Sin un poco de imaginación es
imposible reconstruir la increíble historia de amor de mis padres. O
mis recuerdos de bebé... No olvides que sólo la imaginación es
clarividente. A veces es más verdadera que la verdad. Basta con pensar
en Kafka o Faulkner, o simplemente en Cervantes”, afirmó. Cual
trasfondo sonoro, las notas de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin
Dvorak, inundaban el salón con una atmósfera a la vez alegre y
dramática.
Había conocido a García Márquez unos cuarenta años
atrás, hacia 1979, en París, con mi amigo Ramón Chao. Gabo había sido
invitado por la Unesco y, junto con Hubert Beuve-Méry, el fundador de
Le Monde diplomatique, formaba parte de una comisión, presidida por el
Premio Nobel Sean McBride, encargada de elaborar un informe sobre el
desequilibrio Norte-Sur en materia de comunicación de masas. En aquella
época, había dejado de escribir novelas, por una prohibición
autoimpuesta que debía durar mientras Augusto Pinochet estuviera en el
poder en Chile. Todavía no había recibido el Premio Nobel de
literatura, pero ya era inmensa su celebridad. El éxito de Cien años de
soledad (1967) lo había convertido en el escritor de lengua española
más universal desde Cervantes. Recuerdo haber quedado sorprendido por
su baja estatura e impresionado por su gravedad y seriedad. Vivía como
un anacoreta y sólo abandonaba su habitación, transformada en celda de
trabajo, para dirigirse a la Unesco.
En cuanto al periodismo, su
otra gran pasión, acababa de publicar una crónica donde describía el
asalto de un comando sandinista al Palacio Nacional de Managua, en
Nicaragua, que había precipitado la caída del dictador Anastasio Somoza
(2). Aportaba detalles prodigiosos, dando la impresión de haber
participado él mismo en el hecho. Quise saber cómo lo había logrado. Me
contó: “Estaba en Bogotá en el momento del asalto. Llamé al general
Omar Torrijos, presidente de Panamá. El comando acababa de encontrar
refugio en su país y todavía no había hablado con los medios de
comunicación. Le pedí que avisara a los muchachos que desconfiaran de
la prensa, porque podían deformar sus palabras. Me respondió: ‘Ven.
Sólo hablarán contigo’. Fui y junto con los jefes del comando, Edén
Pastora, Dora María y Hugo Torres, nos encerramos en un cuartel.
Reconstruimos el acontecimiento minuto a minuto, desde su preparación
hasta el desenlace. Pasamos la noche allí. Agotados, Pastora y Torres
se quedaron dormidos. Yo seguí con Dora María hasta el amanecer. Volví
al hotel para escribir el reportaje. Luego, regresé para leérselo.
Corrigieron algunos términos técnicos, el nombre de las armas, la
estructura de los grupos, etc. El reportaje se publicó menos de una
semana después del asalto. Dio a conocer la causa sandinista en el
mundo entero”.
Volví a ver a Gabo muchas veces, en París, La
Habana o México. Teníamos un desacuerdo permanente acerca de Hugo
Chávez. Él no creía en el comandante venezolano. Yo, en cambio,
consideraba que era el hombre que iba a hacer entrar América Latina en
un nuevo ciclo histórico. Aparte de eso, nuestras conversaciones siempre
eran muy (¿demasiado?) serias: el destino del mundo, el futuro de
América Latina, Cuba...
Sin embargo, recuerdo que una vez me reí
hasta las lágrimas. Yo volvía de Cartagena de Indias, suntuosa ciudad
colonial colombiana; había divisado su casona tras las murallas y había
hablado con él al respecto. Me preguntó: “¿Sabes cómo adquirí esa
casa?”. Ni idea. “Desde muy joven quise vivir en Cartagena –me contó–. Y
cuando tuve el dinero, me puse a buscar una casa allí. Pero siempre
era demasiado caro. Un amigo abogado me explicó: ‘Creen que eres
millonario y te aumentan el precio. Déjame buscar por ti’. Unas semanas
después, encuentra la casa, que en ese entonces era una vieja imprenta
casi en ruinas. Habla con el propietario, un ciego, y entre ambos
acuerdan un precio. Pero el anciano pone una exigencia: quiere conocer
al comprador. Viene mi amigo y me dice: ‘Tenemos que ir a verlo, pero
no debes hablar. Si no, en cuanto reconozca tu voz, triplicará el
precio... Él es ciego, tu serás mudo’. Llega el día del encuentro. El
ciego empieza a hacerme preguntas. Le respondo con una pronunciación
indescifrable... Pero, en un momento, cometo la imprudencia de
responder con un sonoro: ‘Sí’. ‘¡Ah! –salta el anciano–, conozco esa
voz. ¡Usted es Gabriel García Márquez!’. Me había desenmascarado...
Enseguida agrega: ‘Vamos a tener que revisar el precio. Ahora, la cosa
es diferente’. Mi amigo intenta negociar. Pero el ciego repite: ‘No. No
puede ser el mismo precio. De ninguna manera’. ‘Bueno, ¿cuánto,
entonces?’ –le preguntamos, resignados–. El anciano reflexiona un
instante y dice: ‘La mitad’. No entendíamos nada... Entonces, nos
explica: ‘Ustedes saben que tengo una imprenta. ¿De qué creen que viví
hasta ahora? ¡Imprimiendo ediciones piratas de las novelas de García
Márquez!’”.
Aquel ataque de risa todavía resonaba en mi memoria
cuando, en la casa de La Habana, proseguía mi conversación con un Gabo
envejecido, aunque intelectualmente tan vivo como siempre. Me hablaba
de mi libro de entrevistas con Fidel Castro (3). “Estoy muy celoso –me
decía, riendo–, tuviste la suerte de pasar más de cien horas con él.”.
“Soy yo el que está impaciente por leer la segunda parte de tus
memorias –le respondí–. Por fin vas a hablar de tus encuentros con
Fidel, a quien conoces desde hace mucho más tiempo. Tú y él sois como
dos gigantes del mundo hispano. Si se compara con Francia, sería algo
así como si Victor Hugo hubiera conocido a Napoleón..”. Lanzó una
carcajada, al tiempo que alisaba sus espesas cejas. “Tienes demasiada
imaginación... Pero te voy a decepcionar: no habrá segunda parte... Sé
que mucha gente, amigos y adversarios, de alguna manera esperan mi
‘veredicto histórico’ sobre Fidel. Es absurdo. Ya escribí lo que tenía
que escribir sobre él (4). Fidel es mi amigo y lo será siempre. Hasta
la tumba”.
El cielo se había oscurecido y la sala, en pleno
mediodía, estaba ahora sumida en la penumbra. La conversación se había
vuelto más lenta, más apagada. Gabo meditaba con la mirada perdida y yo
me preguntaba: “¿Es posible que no deje ningún testimonio escrito de
tantas confidencias compartidas en amistosa complicidad con Fidel? ¿Lo
habrá dejado para una publicación póstuma cuando ya ninguno de los dos
esté en este mundo?”.
Afuera, una lluvia torrencial se
precipitaba desde el cielo con la fuerza de las borrascas tropicales.
La música había enmudecido. Un fuerte perfume a orquídeas invadía el
salón. Miré para Gabo. Tenía el aspecto agotado de un viejo gatopardo
colombiano. Permanecía allí, silencioso y meditativo, mirando fijamente
la lluvia inagotable, compañera permanente de todas sus soledades. Me
escabullí en silencio. Sin saber que lo veía por última vez.
NOTAS:
(1) Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Barcelona, Mondadori, 2003. (2) Gabriel García Márquez, “Asalto al Palacio”, Alternativa, Bogotá, 1978. (3) Ignacio Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces, Madrid, Debate, 2006. (4) Gabriel García Márquez, “El Fidel que creo conocer”, prefacio al libro de Gianni Minà, Habla Fidel, México, Edivisión, 1988, y “El Fidel que yo conozco”, Cubadebate, La Habana, 13 de agosto de 2009.
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