“Dentro
de seis meses cumplirás 19 años. Habrás nacido algún día de octubre de
1976 en un campo de concentración. Poco antes o poco después de tu
nacimiento, el mismo mes y año, asesinaron a tu padre de un tiro en la
nuca disparado a menos de medio metro de distancia. El estaba inerme y
lo asesinó un comando militar, tal vez el mismo que lo secuestró con tu
madre el 24 de agosto en Buenos Aires y los llevó al campo de
concentración Automotores Orletti que funcionaba en pleno Floresta y los
militares habían bautizado “el Jardín”. Tu padre se llamaba Marcelo. Tu
madre, Claudia. Los dos tenían 20 años y vos, siete meses en el vientre
materno cuando eso ocurrió. A ella la trasladaron -y a vos con ella-
cuando estuvo a punto de parir. Debe haber dado a luz solita, bajo la
mirada de algún médico cómplice de la dictadura militar. Te sacaron
entonces de su lado y fuiste a parar -así era casi siempre- a manos de
una pareja estéril de marido militar o policía, o juez, o periodista
amigo de policía o militar. Había entonces una lista de espera siniestra
para cada campo de concentración: Los anotados esperaban quedarse con
el hijo robado a las prisioneras que parían y, con alguna excepción,
eran asesinadas inmediatamente después. Han pasado 12 años desde que los
militares dejaron el gobierno y nada se sabe de tu madre. En cambio, en
un tambor de grasa de 200 litros que los militares rellenaron con
cemento y arena y arrojaron al Río San Fernando, se encontraron los
restos de tu padre 13 años después. Está enterrado en La Tablada. Al
menos hay con él esa certeza.
Me resulta muy extraño hablarte de mis hijos como tus padres que no
fueron. No sé si sos varón o mujer. Sé que naciste. Me lo aseguró el
padre Fiorello Cavalli, de la Secretaría de Estado del Vaticano, en
febrero de 1978. Desde entonces me pregunto cuál ha sido tu destino. Me
asaltan ideas contrarias. Por un lado, siempre me repugna la posibilidad
de que llamaras “papá” a un militar o policía ladrón de vos, o a un
amigo de los asesinos de tus padres. Por otro lado, siempre quise que,
cualquiera hubiese sido el hogar al fuiste a parar, te criaran y
educaran bien y te quisieran mucho. Sin embargo, nunca dejé de pensar
que, aún así, algún agujero o falla tenía que haber en el amor que te
tuvieran, no tanto porque tus padres de hoy no son los biológicos -como
se dice-, sino por el hecho de que alguna conciencia tendrán ellos de tu
historia y de como se apoderaron de tu historia y la falsificaron.
Imagino que te han mentido mucho.
También pensé todos estos años en que hacer si te encontraba: si
arrancarte del hogar que tenías o hablar con tus padres adoptivos para
establecer un acuerdo que me permitiera verte y acompañarte, siempre
sobre la base de que supieras vos quién eras y de dónde venías. El
dilema se reiteraba cada vez -y fueron varias- que asomaba la
posibilidad de que las Abuelas de Plaza de Mayo te hubieran encontrado.
Se reiteraba de manera diferente, según tu edad en cada momento. Me
preocupaba que fueras demasiado chico o chica -por ser suficientemente
chico o chica- para entender lo que había pasado. Para entender lo que
había pasado. Para entender por qué no eran tus padres los que creías
tus padres y a lo mejor querías como a padres. Me preocupaba que
padecieras así una doble herida, una suerte de hachazo en el tejido de
tu subjetividad en formación. Pero ahora sos grande. Podés enterarte de
quién sos y decidir después qué hacer con lo que fuiste. Ahí están las
Abuelas y su banco de datos sanguíneos que permiten determinar con
precisión científica el origen de hijos de desaparecidos. Tu origen.
Ahora tenés casi la edad de tus padres cuando los mataron y pronto
serás mayor que ellos. Ellos se quedaron en los 20 años para siempre.
Soñaban mucho con vos y con un mundo más habitable para vos. Me gustaría
hablarte de ellos y que me hables de vos. Para reconocer en vos a mi
hijo y para que reconozcas en mí lo que de tu padre tengo: los dos somos
huérfanos de él. Para reparar de algún modo ese corte brutal o silencio
que en la carne de la familia perpetró la dictadura militar. Para darte
tu historia, no para apartarte de lo que no te quieras apartar. Ya sos
grande, dije.
Los sueños de Marcelo y Claudia no se han cumplido todavía. Menos
vos, que naciste y estás quién sabe dónde ni con quién. Tal vez tengas
los ojos verdegrises de mi hijo o los ojos color castaño de su mujer,
que poseían un brillo especial y tierno y pícaro. Quién sabe como serás
si sos varón. Quién sabe cómo serás si sos mujer. A lo mejor podés salir
de ese misterio para entrar en otro: el del encuentro con un abuelo que
te espera.”
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