Los gestos de acercamiento
entre Teherán y Washington se multiplican. Una nueva era parece
comenzar. De ahora en adelante se vislumbra una solución política que
ponga fin al conflicto que enfrenta, desde hace treinta y tres años, a
Irán y Estados Unidos. De repente, los gestos de conciliación han
sustituido a las amenazas y a las imprecaciones proferidas desde hace
décadas. Las cosas se aceleran. Hasta el punto de que la opinión pública
se pregunta cómo hemos pasado tan rápidamente de una situación de
enfrentamiento constante a la perspectiva, ahora plausible, de un
próximo acuerdo entre estos dos países.
Apenas hace dos meses, a
principios del mes de septiembre, estábamos –una vez más– al borde de la
guerra en Oriente Próximo. Los grandes medios de comunicación mundiales
solo publicaban titulares sobre el “inminente ataque” de Estados Unidos
contra Siria, gran aliado de Irán, acusado de haber cometido, el 21 de
agosto, una “masacre química” en la periferia este de Damasco. Francia,
por razones que aún continúan siendo enigmáticas, se hallaba en primera
línea. Dispuesta a participar en este ataque, incluso sin la
autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (ONU), sin
haber pedido la aprobación del Parlamento francés y sin esperar el
informe de los expertos de la ONU… David Cameron, primer ministro
británico, también se alistaba en lo que se presentaba como una nueva
“Coalición internacional” decidida a “castigar” a Damasco tal y como se
había “castigado”, con el concurso de la OTAN, en 2011, a la Libia del
coronel Gadafi… Por último, varios Estados vecinos –Arabia Saudí (el
gran rival regional de Irán), Catar y Turquía–, que ya estaban muy
involucrados en la guerra civil siria del lado de los insurgentes,
apoyaban asimismo el proyecto de “bombardeos aéreos”.
Todo
apuntaba pues hacia un nuevo conflicto. Y esto, en esa zona de “todos
los peligros”, corría el riesgo de transformarse pronto en una
conflagración regional. Porque Rusia (que dispone de una base naval
geoestratégica en Tartús, en la costa siria, y suministra masivamente
armas a Damasco) y China (en nombre del principio de la soberanía de los
Estados) habían advertido que opondrían su veto a toda petición de
acuerdo del Consejo de Seguridad para llevar a cabo ese ataque. Por su
parte, Teherán, a la vez que denunciaba el uso de armas químicas, se
oponía asimismo a una intervención militar, pues temía que Israel
aprovechara la ocasión para atacar a Irán y destruir sus instalaciones
nucleares… Por tanto, el conjunto del polvorín próximo-oriental
(incluyendo el Líbano, Irak, Jordania y Turquía) corría el riesgo de
explosionar.
Pero, de repente, ese proyecto de “ataque inminente”
se abandonó. ¿Por qué? En primer lugar, hubo un rechazo de las
opiniones públicas occidentales, mayoritariamente hostiles a un nuevo
conflicto cuyos principales beneficiarios, sobre el terreno, solo podían
ser los grupos yihadistas ligados a Al Qaeda. Grupos, por otra
parte, contra los cuales luchan las fuerzas occidentales en Libia,
Malí, Somalia, Irak, Yemen y en otros lugares… Más tarde, el 29 de
agosto, vino la humillante derrota de David Cameron en el Parlamento
británico que dejaba fuera de juego al Reino Unido. A continuación, el
31 de agosto, se produjo el giro de Barack Obama, quien decidió, para
ganar tiempo, solicitar la luz verde del Congreso estadounidense… Y por
último, el 5 de septiembre, durante la Cumbre del G-20 en San
Petersburgo, Vladimir Putin propuso colocar el arsenal químico sirio
bajo control de la ONU para ser destruido. Esta solución (indiscutible
victoria diplomática de Moscú) le convenía tanto a Washington como a
París, Damasco y Teherán. En cambio, suponía, paradójicamente, una
derrota diplomática para… algunos de los aliados de Estados Unidos (y
enemigos de Irán), a saber: Arabia Saudí, Catar e Israel.
No
cabe duda de que esa solución –inimaginable hace tan solo dos meses–
debía transformar la atmósfera diplomática y acelerar el acercamiento
entre Washington y Teherán.
En realidad, todo había comenzado el
pasado 14 de junio cuando fue elegido a la presidencia de Irán Hasán
Rohaní, quien sucedió al muy polémico Mahmud Ahmadineyad. En su
investidura, el 4 de agosto, el nuevo presidente declaró que comenzaba
una etapa diferente y que procuraría, mediante “el diálogo”, sacar a su
país del aislamiento diplomático y de la confrontación con Occidente
acerca del programa nuclear. Su objetivo principal, dijo, era aflojar la
presión de las sanciones internacionales que ahogan la economía iraní.
Estas
sanciones se sitúan entre las más duras jamás infligidas a un país en
tiempos de paz. Desde 2006, el Consejo de Seguridad, actuando conforme
al Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas (1), ha aprobado
cuatro resoluciones muy vinculantes –1737 (2006), 1747 (2007), 1803
(2008) y 1929 (2010)– como respuesta a los riesgos de proliferación que
presentaría el programa nuclear iraní. Estas sanciones se reforzaron en
2012 mediante un embargo petrolero y financiero de Estados Unidos y de
la Unión Europea, que aislaron a Irán del mercado mundial, cuando el
país está sentado sobre las cuartas reservas mundiales de petróleo del
mundo y las segundas de gas (2).
Todo ello ha deteriorado en gran
medida las condiciones de vida. En torno a 3,5 millones de iraníes ya
están en paro (es decir, el 11,2% de la población activa), una cifra que
podría aumentar hasta los 8,5 millones según el propio ministro de
Economía. El salario mínimo mensual es de apenas 6 millones de riales
(200 dólares, o 154 euros), mientras que el IPC (Índice de Precios al
Consumo) se ha duplicado. Y los productos básicos (arroz, aceite, pollo)
continúan siendo demasiado caros. Los medicamentos importados no se
pueden encontrar. La tasa anual de inflación es del 39%. La moneda
nacional ha perdido el 75% de su valor en dieciocho meses. Por último, a
causa de las sanciones, se ha hundido la producción automovilística.
En
este contexto de malestar social agudo, el presidente Rohaní ha
multiplicado los signos de cambio. Hizo liberar a una decena de presos
políticos, entre ellos a Nasrin Sotoudeh, militante de derechos humanos.
Después, el 25 de agosto, por primera vez desde hacía décadas, se
producía la visita a Teherán de un diplomático estadounidense, Jeffrey
Feltman, secretario general adjunto de la ONU, venido en viaje oficial
para examinar junto con el nuevo jefe de la diplomacia iraní, Mohammad
Javad Zarif, la situación en Siria. Pero nadie duda que ambos abordaron
igualmente la cuestión de las relaciones entre Irán y Estados Unidos.
Por otra parte, acto seguido, acontecía un hecho insólito: Hasán Rohaní y
Barack Obama se enviaban cartas en las que se declaraban dispuestos a
llevar a cabo “discusiones directas” para intentar encontrar una
“solución diplomática” a la cuestión nuclear iraní.
A partir de
ahí, Hasán Rohaní se ha puesto a decir las frases que, desde hacía años,
los occidentales querían oír. Por ejemplo, durante una entrevista a la
CNN, declaraba a una pregunta sobre el holocausto: “Todo crimen contra
la humanidad, incluidos los crímenes cometidos por los nazis contra los
judíos, es reprensible y condenable”. Es decir, exactamente lo contrario
de lo que Mahmud Ahmadineyad había martilleado durante ocho años.
Rohaní afirmaba igualmente a la cadena NBC: “Jamás hemos pretendido
obtener una bomba nuclear, y no tenemos intención de hacerlo”. Por
último, en una tribuna publicada en el Washington Post, el presidente
iraní proponía a los occidentales buscar, mediante la negociación,
soluciones “beneficiosas para todas las partes”.
Como respuesta,
Barack Obama, en su discurso ante la ONU del 24 de septiembre, en el
cual citó veinticinco veces a Irán, dijo asimismo lo que Teherán quería
oír. Que Estados Unidos no “pretendía cambiar el régimen” iraní, y que
Washington respeta “el derecho de Irán a acceder a la energía nuclear
con fines pacíficos”. Sobre todo, por primera vez, no amenazó a Irán ni
repitió la frase fatídica: “Todas las opciones están sobre la mesa”.
Al
día siguiente, el secretario de Estado estadounidense John Kerry y el
ministro iraní de Asuntos Exteriores Mohammed Javad Zarif mantenían –por
primera vez desde la ruptura de las relaciones diplomáticas entre los
dos países el 7 de abril de 1980– una reunión diplomática bilateral
acerca del programa nuclear iraní. Y se volvieron a ver en Ginebra el 15
de octubre en el marco de la reunión del Grupo de los Seis (China,
Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Rusia, más Alemania), encargado de
seguir, con mandato de la ONU, la cuestión iraní.
Esta atmósfera
de frases conciliadoras y de pequeños pasos en el camino hacia la
reconciliación iba a encontrar su escenificación más espectacular
durante el ya famoso intercambio telefónico del 27 de septiembre entre
Barack Obama y Hasán Rohaní.
A excepción del Gobierno
ultraconservador de Israel que intenta torpedear este acercamiento (3),
otros aliados de Estados Unidos no quieren ser los últimos en subirse al
tren de la paz ni, sobre todo, dejar escapar jugosos contratos
comerciales con un país de ochenta millones de consumidores… Así, el
Reino Unido anunció inmediatamente que había decidido volver a abrir su
embajada en Teherán y relanzar las relaciones diplomáticas. Y, el 24 de
septiembre, el presidente francés François Hollande se apresuró a ser el
primer dirigente occidental que se reunía y estrechaba públicamente la
mano de Hasán Rohaní. Hay que decir que Francia tiene importantes
intereses económicos que defender en Irán. En particular en el sector
del automóvil con dos fabricantes (Renault y Peugeot) presentes allí.
Desde hace unos meses, estos observan –y ello es significativo– la
llegada en gran número de fabricantes estadounidenses rivales, en
concreto la General Motors.
Por tanto, todo indica que el
deshielo actual va a intensificarse. Irán y Estados Unidos tienen,
objetivamente, interés en hacer las paces. El argumento de la diferencia
abismal entre los sistemas políticos estadounidense e iraní no vale.
Hay numerosos precedentes. ¿Qué similitud política había, por ejemplo,
entre la China comunista de Mao Zedong y el Estados Unidos capitalista
de Richard Nixon? Ninguna. Lo cual no impidió que estos dos países
normalizaran sus relaciones en 1972 y comenzasen su espectacular
entendimiento comercial y económico que dura hasta hoy. Y podríamos
también citar el inaudito acercamiento, a partir del 17 de noviembre de
1933, entre el Estados Unidos de Roosevelt y la Unión Soviética de
Stalin, que todo separaba, y que permitió a ambos países finalmente
ganar juntos la Segunda Guerra Mundial.
En el plano
geoestratégico, Obama intenta liberarse de Oriente Próximo para
dirigirse hacia Asia, la “zona del futuro y del crecimiento, según
Washington, del siglo XXI”. La implantación de Estados Unidos en Oriente
Próximo, sólida desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se
justificaba por la existencia en esta área geográfica de los principales
recursos en hidrocarburos, indispensables para la máquina productiva
estadounidense. Pero esto ha cambiado desde el descubrimiento, en
Estados Unidos, de importantes yacimientos de gas y de petróleo de
esquisto que podrían aportarle una casi autonomía energética.
Por
otro lado, el estado de las finanzas, tras la crisis de 2008, ya no
permite a Washington asumir el considerable coste de sus múltiples
participaciones en guerras y conflictos próximo-orientales. Negociar con
Irán para que abandone todo proyecto de programa nuclear militar es
menos costoso que una guerra ruinosa. Sin contar con que la opinión
pública estadounidense continúa siendo radicalmente hostil a la
posibilidad de un conflicto de este tipo. Y que aliados como Alemania y
el Reino Unido, visto lo que acaba de suceder a propósito de Siria, sin
duda no participarían. En cambio, si se alcanza un acuerdo, Irán podría
contribuir a estabilizar el conjunto de Oriente Próximo, particularmente
en Afganistán, en Siria y en el Líbano. Y aliviar de ese modo a Estados
Unidos.
Teherán, por su parte, necesita totalmente este acuerdo
para aflojar la presión de las sanciones y reducir las dificultades
diarias de los iraníes. Porque el país no está a salvo de un gran
levantamiento social. Respecto a la cuestión nuclear, Irán parece haber
comprendido que poseer una bomba que no podría utilizar, y hallarse en
la situación de Corea del Norte, no es una opción. Podría satisfacerse,
igual que Japón, con dominar el proceso técnico pero detenerse en el
umbral de lo nuclear militar...el cual quedaría a su alcance (4). Para
la defensa del país, más le vale apostar por sus avances militares
tradicionales, que están lejos de ser despreciables. Por otra parte, el
estatus de potencia regional, al que Teherán desde siempre ha aspirado,
pasa por un acuerdo (e incluso una alianza) con Estados Unidos, como
sucede con Israel o Turquía. Y por último, elemento no desdeñable, el
tiempo apremia; existe el riesgo de que el sucesor de Barack Obama,
dentro de tres años, se revele más intransigente.
No faltarán
obstáculos en uno y en otro campo. Los adversarios de un acuerdo no son
pocos y tienen poder. Washington, por ejemplo, para firmar un eventual
acuerdo necesita el aval del Congreso donde los amigos de Israel, en
particular, son numerosos. En Teherán también, los adversarios de un
acuerdo son temibles. Pero todo indica que un ciclo se acaba. La lógica
de la historia empuja a Irán y a Estados Unidos –que comparten una fe
común en el liberalismo económico– hacia lo que podríamos llamar un
“acuerdo heroico”.
(1) Este capítulo trata de la “acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión». (2)
Las exportaciones de petróleo han caído de 2,5 millones de barriles
diarios en 2011 a menos de un millón (según los datos de los últimos
meses facilitados por la Agencia Internacional de la Energía). La
recaudación por esas exportaciones disminuyó de 95.000 millones de
dólares en 2011 a 69.000 en 2012. La cifra de 2013 será previsiblemente
todavía inferior. (3). Sin que se entienda muy bien por qué; pues un
acuerdo de Estados Unidos con Irán le garantizaría a Israel la
supremacía militar en la región, eliminaría el riesgo de un Irán nuclear
y le evitaría una guerra costosa y peligrosa. (4) Las cuestiones
técnicas sobre las que se negocia vierten especialmente alrededor del
programa de enriquecimiento de uranio, un proceso que, hasta ciertos
niveles tiene usos civiles, pero que, con mayor grado de refinamiento,
permite producir cabezas nucleares. En los últimos años, Irán ha
multiplicado su capacidad de enriquecimiento elevando el número de
centrifugadoras aptas para ello; y también ha empezado a enriquecer
uranio hasta niveles del 20%, un umbral todavía de uso civil, pero que
le ha acercado significativamente al grado militar. Occidente reclama
mayor capacidad de inspección sobre las instalaciones nucleares; que
Irán deje de enriquecer al 20% y entregue a algún país o entidad neutral
el material ya producido –o lo convierta a formas que impiden o
dificultan su ulterior procesamiento hasta niveles militares-. El
objetivo es que Teherán no disponga de suficiente stock para armar –si
hubiese la voluntad- una bomba.
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