El Diario Público ha promovido un debate sobre este tema partiendo de una ponencia inicial del 2 de febrero de este año en donde se plantean una serie de reflexiones en torno a las siguientes 10 preguntas:
¿Es la indignación un fenómeno político sólo reactivo?
Con el ciclo de movilización ciudadana abierto desde el 15-M, la
indignación centra los discursos procedentes de la sociedad civil. Lo
que sigue abierto es el sentido, la amplitud y la perduración del
fenómeno.
La crisis ha hundido la credibilidad de las instituciones del
gobierno representativo y ello está afectando también a las principales
organizaciones de canalización de demandas políticas, los partidos. La
enmienda a la totalidad lanzada contra la denominada “clase política”
tiene mucho de explosión visceral frente a la corrupción y la exhibición
de intereses de poderosos que amenazan la integridad de la “gente
decente”. Pero la impresión es que más allá del repudio moral hay en
marcha toda una repolitización que no sólo fomenta el reencuentro de
militantes de izquierda de diversas generaciones sino que alcanza
también a amplios sectores antes “apolíticos” o con conciencia política
débil. En suma, una cuestión elemental es si estamos ante un fenómeno
puramente reactivo o ante el comienzo de un nuevo ciclo de mayor
implicación de la ciudadanía en la política.
¿Veremos desaparecer los partidos políticos?
Hay motivos para la indignación contra los políticos profesionales.
Mientras la democracia parlamentaria se muestra incapaz de velar por los
derechos sociales de ciudadanía, cuando los partidos políticos
tradicionales esgrimen defensas del Estado del bienestar éstas son cada
vez más percibidas como retóricas y puntuales. Lo que no está claro es
que la postura aparentemente radical de suprimir o superar los partidos
contenga un diagnóstico acertado acerca de si es posible otra política
libre de ellos.
Es cierto que por primera vez los partidos evidencian dificultades
para lograr mayorías electorales. La cuestión es si esto es señal
suficiente de que los partidos políticos vayan a desaparecer. Pues no
está claro que su continuidad dependa sólo de su función en el sistema
parlamentario. Los partidos parecen jugar otro papel más básico y
complejo, del que el bipartidismo postfranquista es un elocuente
ejemplo: la estabilización de los posicionamientos políticos. Detrás de
esta no hay siempre credos ideológicos muy definidos ni intensos, pero
el fenómeno apunta a toda una dimensión situada más allá de la
canalización política de intereses.
Ya en origen, en el siglo XIX, “partido” indicaba a “los que toman
tal o cual partido” ante una determinada encrucijada en la naciente
historia del autogobierno ciudadano. Desde esta perspectiva, vinculada a
la libertad de adscripción ideológica constitutiva del ser ciudadano,
los partidos funcionan como comunidades que compiten por el alma
política de los ciudadanos por mucho que parezca que sólo lo hacen por
su voto. Desplegando esta actividad de producción y reproducción de
identidad seleccionan y acumulan valores, símbolos, principios y
convicciones (aunque sin duda también arraigados prejuicios),
imaginarios de memoria y de utopía, tradiciones de pensamiento-acción,
procedimientos, estilos y culturas de acción, etc.
Aunque incumplan sus programas una vez en el poder, los partidos
garantizan que siga existiendo un lenguaje que habla de izquierda y de
derecha. El apolítico declarado que desearía la superación de esas
divisorias pierde de vista que, si puede permitirse el lujo de
declararse ajeno a la política, es precisamente porque existe dicha
divisoria izquierda/derecha. Todo indica que mientras sigamos en un
mundo en el que las ideas políticas cuentan para el gobierno de la cosa
pública, existirán mapas sobre la organización de las afinidades
ideológicas al servicio de esa amplia mayoría de habitantes de un país
para quienes en algún tramo de su trayectoria biográfica el plano
político ha pesado, o sigue pesando, en sus decisiones vitales.
¿Son el pluralismo y la alternancia garantías de calidad democrática?
No está claro que sean los partidos el principal problema. La
pregunta que contiene la crítica a los políticos profesionales es más
bien si, con la elección entre opciones de partido, la democracia
parlamentaria que se ha establecido en una parte creciente del mundo
tiene garantizada por sí sola su continuidad en el tiempo. Durante
décadas ha dominado el supuesto de que el pluralismo político y la
concurrencia de opciones de voto garantizaban la reproducción, por medio
de la alternancia, de un círculo virtuoso entre la ciudadanía y la
política. El problema que se está haciendo manifiesto es que esos
principios y mecanismos no son un seguro contra la desafección y la
corrupción en el sistema que avanzan en la era de la globalización y
amenazan con hundir el parlamentarismo democrático.
Visto así, es el sistema que reduce la ciudadanía política al voto lo
que está en crisis. Y lo está en gran medida porque se ha enrocado en
sí mismo, además, de manera que lejos de identificar sus debilidades y
reinventarse se mantiene aferrado a un ideal normativo que convierte en
vicio la virtud de la representación política. El reto de la indignación
social está en cómo canalizar la virtud cívica sin rendirse ante la
representación como ideología excluyente. Es aquí donde la cuestión de
la participación ciudadana aparece como crucial.
¿Es posible reproducir la virtud cívica desde dentro del sistema político?
Hay acuerdo en que la única garantía contra la corrupción de la vida
política y el predominio de las oligarquías económicas sobre las
mayorías ciudadanas está en la promoción del interés colectivo por
encima de los intereses particulares. El problema es que sabemos poco
sobre cómo establecer condiciones institucionales que reproduzcan la
virtud cívica. Normalmente se hace hincapié en esferas como la educación
en valores, pero ésta, además de insuficiente, se sitúa fuera del
sistema político.
Si existe una actividad a la indispensable para la virtud ciudadana,
legítima y relativamente interna al sistema —pues ejerce como gozne
entre las culturas políticas y las instituciones democráticas— es la
participación. Ahora bien, lo cierto es que ésta permanece como una
especie de caja negra que no se sabe bien cómo pone en marcha su
mecanismo interno, ni cómo deja de ponerlo. Con todo, si hay algo
evidente es que la manera más segura de aumentar la participación es por
medio de participación: no conocemos otros recursos fiables para lograr
implicarnos políticamente que haciéndolo.
Esta respuesta puede parecer circular, pero tiene la virtud de dar
reconocimiento a la indignación en lo que esta ha sido hasta el momento
capaz de activar y reactivar: un conjunto de prácticas e instituciones
—asambleas, redes sociales, etc — cuyo rasgo común es el fomento de la
participación. Y de la participación entendida además como remedio ante
los riesgos de reducir la política de los ciudadanos a la
representación.
¿De quién son los partidos políticos, de sus militantes o de sus votantes?
Cuando se observan más allá de la rentabilidad electoral, los
partidos aparecen como suministradores de cosmovisiones para sus
seguidores y de costumbres y estilos para sus miembros. La pregunta es
si entre unas y otros se encuentra la participación.
La respuesta es sin duda variada, pero se puede decir que en general
no centra sus filosofías ni sus programas. Ni siquiera está claro que
los partidos sean conscientes de a quién han de rendir cuentas, es
decir, cuál es su verdadera comunidad de referencia, si la de dentro o
la de fuera de sus fronteras. Por un lado los partidos cuentan con
simpatizantes, sus potenciales votantes. Por otro están sus militantes,
un tipo de votante más identificado con la organización y que trabaja en
o para ella. En la lógica electoral son los simpatizantes los que
marcan los límites de expansión del partido. Pero en la vida política
rutinaria dependen de sus cuadros y militantes.
A estas afirmaciones se puede contraponer que la militancia puede
resultar todavía un valor decisivo en la confrontación electoral y en la
reproducción de la organización a largo plazo. Esto vale para
democracias de larga trayectoria o con una cultura nacional homogénea,
como Francia o Suecia. Pero en España, el largo hiato de la dictadura en
libertades de asociación y opinión y el establecimiento de un sistema
generalizado de concertación –un buen ejemplo es el sindicalismo– hace
que en la fisonomía de los partidos prime la representación sobre la
implantación por medio de cuadros y militantes afiliados. En ese sentido
los partidos parecen hechos a imagen y semejanza de un sistema
representativo, el postfranquista, que se muestra sumamente excluyente:
con altos costes a la participación y con altos grados de
discrecionalidad en el manejo de recursos, funciona como un auténtico
inhibidor de frecuencias para la participación ciudadana.
Y sin embargo, en la percepción social no parece dominar la idea de
que los partidos representan a sus simpatizantes y potenciales votantes.
Esto no quiere decir que, al igual que se dice de los sindicatos y cada
vez más también de las asociaciones del tercer sector, estén en manos
de una minoría de cuadros profesionales. Pues existe también toda una
cultura de militantes hiperactivos de larga duración en partidos así
como en colectivos y movimientos sociales y en diversas organizaciones
extraparlamentarios históricamente marginadas, cuyas bases suelen
desconfíar abiertamente de la gestión de los recursos institucionales.
En su compromiso cotidiano, con gravosos costes personales en una
sociedad individualista, los afiliados realizan enormes sacrificios. Al
menos cuando se les compara con todo un magma de ciudadanos en general
desmovilizados y sólo excepcionalmente participantes más allá del voto.
Es hasta cierto punto normal que existan culturas con posturas
bastante contrarias ante el compromiso político. La cuestión es si se da
entre ellas una comunicación capaz de impulsar sinergias de
participación. Hay motivos para pensar que no es así.
Los militantes y cuadros trabajan en escenarios dominados por la
concertación entre partidos y administración y a menudo en contextos de
desmovilización, consumiendo buena parte de la energía de la
organización en acuerdos a espaldas del electorado y luchas intestinas
que oscurecen el trabajo de sus militantes y su imagen pública. Cabe
preguntarse qué es lo que los ciudadanos con un mínimo de conciencia
pueden legítimamente reclamar a los cuadros y militantes de los
partidos. Pues frente a la sociedad éstos aparecen a menudo como
incapaces de anteponer los fines colectivos de la comunidad a los
propios de una organización percibida como privatizada y que corre el
riesgo de cerrarse sobre sí misma con un relato que se aleja de la
realidad. En suma, lo que el contexto parece pedir a los militantes es
una actitud que permita a los que les observan desde fuera comprobar que
anteponen el todo a la parte.
¿Por qué no está unida la izquierda española y cómo puede lograr su reunificación?
Si los partidos aspiran a beneficiarse de la participación ciudadana,
han de reconocer no sólo problemas de comunicación con una sociedad
civil variada y cada vez más consciente sino también desencuentros con
otras organizaciones. La compleja rearticulación del campo de la
izquierda española en la transición postfranquista hace que hayan
perdurado conflictos entre partidos. La expresión culmen de esto es la
histórica incomunicación entre el PSOE e IU. Cabe preguntarse si ello
revela la sensibilidad dominante entre sus respectivos votantes o más
bien la mutua exclusión de sus directivas. Pues desde 1977 llevan
competiendo por el mismo espacio político entre sí pero también contra
todas las demás opciones ideológicas a su izquierda, constatando así la
máxima de que la identidad propia se construye demonizando las ajenas.
Incluso a costa de alejar a potenciales simpatizantes y militantes.
Lo singular de la izquierda política española procede de que el
principal baluarte de la lucha contra la dictadura franquista no
consiguió hacerse con la mayoría electoral durante la transición. La
perspectiva histórica nos hace comprender cada vez mejor que ese fracaso
se debió en buena medida a que, en la práctica y retóricas aparte, el
programa político del PCE era bastante análogo al del PSOE durante y
después de la transición. Conviene recordar que el liderazgo comunista
aceptó entonces el establecimiento de una democracia continuista con los
poderes del franquismo y promovió una desmovilización estratégica hasta
hoy deficientemente explicada a unas bases que se siguen viendo como
vanguardistas, mientras que su gestión municipal no ha marcado
importantes diferencias con las mayorías socialistas.
Por su parte, con las peripecias geopolíticas del socialismo español
en la transición, a muchos ciudadanos les cuesta creer que el PSOE sea
un partido de izquierdas tras el abandono del socialismo como horizonte
de expectativa y sobre todo tras liderazgos y políticas de gobierno que
han socavado la sostenibilidad del Estado de bienestar que las propias
mayorías socialistas permitieron asentar. Sin embargo, este veredicto
corre el riesgo de tirar al niño con la bacinilla si se concluye que su
base electoral más fiel no forma ya parte de la comunidad de la
izquierda. Porque además la crisis está demostrando que la ciudadanía
posfranquista española tiene por referentes innegociables los derechos
sociales, lo cual anticipa que las polémicas ideológicas se seguirán
jugando en el espacio tradicional de la socialdemocracia en los próximos
años.
Así planteado el asunto, la recreación de la utópica “casa común de
la izquierda” no parece ser sólo un problema de programa, sino también
de comprensión de las condiciones de posibilidad de la unificación. Cabe
reclamar que la evaluación que se haga del contexto actual incluya una
hipótesis acerca del marco organizativo más adecuado para alcanzar ese
objetivo. Lejos de seguir tratando de señalar en el mapa “dos orillas”
para ahondar en ellas, la única izquierda que merece la pena es una que
tenga éxito estableciendo puentes entre tradiciones, sensibilidades y
formaciones legítimas en el mapa actual. No parece fácil desde luego que
algo así salga del interior de unas organizaciones en las que ha
arraigado una cultura de exclusión mutua. Pero la competencia electoral
puede tener rendimientos inesperados.
¿Qué representan los ciudadanos activistas que no votan, y quién les puede representar?
En el contexto de la creciente participación ciudadana en
movilizaciones contra la crisis se está tejiendo una trama conexión
concéntrica entre círculos de militantes, simpatizantes y ciudadanos sin
clara afiliación política. Los partidos, en su doble condición de
engranajes del gobierno representativo y comunidad de adscripción
política, pueden aprovecharla o no. Una de las claves para ello está en
la comprensión de los fundamentos del desencanto.
Del formato partidocrático que tenemos deriva un fenómeno complejo,
pero rastreable desde la transición, como es el de la abstención activa.
Esa amplia franja del electorado que no vota, en su margen izquierda
incluye una minoría extensa y cada vez menos desdeñable de ciudadanos
que no acuden a las urnas porque han dejado de creer que el
“supermercado” de las opciones electorales refleje mínimamente su
conciencia política. Mantienen no obstante un elevado grado de
compromiso con la participación cívica, sea en campañas o protestas
puntuales, colaborando con movimientos, asociaciones y ONGs del tercer
sector, o promoviendo debates y agendas intelectuales críticas.
Hemos tenido que esperar al 15-M para que se produzca una
reivindicación del valor de los no-votantes participantes. Tal vez este
sea el cambio de énfasis que menos esperaban las formaciones políticas
exteriores al bipartidismo (IU y UPyD a nivel estatal), confiadas en
arañar votos a las mayoritarias en su desgaste por su pésima gestión de
la crisis. La cuestión es si dicha estrategia ha quedado sobrepasada por
un nuevo escenario en el que recupera valor la participación ciudadana.
Lo que parece claro es que el espacio histórico de los abstencionistas
no sigue ya circunscrito a los márgenes del escenario. Su relevancia no
sería además de orden meramente cuantitativo, sino sobre todo simbólica
aunque no por ello menos contante y sonante electoralmente. Pues puede
que aquel partido que más y mejor consiga atraer abstencionistas
potenciales sea el que termine presentándose ante la opinión pública
como más libre de rémoras del pasado de menosprecio ciudadano,
corrupción y degradación de la vida política. Dicho de otra manera, cabe
preguntarse si se puede ya producir un vuelco electoral en forma de
“voto útil” a favor de ninguna formación lastrada por prácticas de
discriminación positiva hacia sus militantes y votantes seguros.
¿Qué función puede tener el liderazgo en la renovación de la izquierda?
Con la crisis, el mundo de ciudadanía social y estatus mesocrático
formateado en la posguerra se encuentra en la encrucijada; mas, lejos de
reducir la movilización política a su defensa, es posible simultanear
ésta con luchas que apunten hacia otros imaginarios sociales. A este
respecto, algunas dinámicas posteriores al 15M dan motivo para tomarse
en serio la posibilidad de construir un nuevo imaginario colectivo para
mayorías que, por ejemplo, pase por una adaptación crítica de las
coaliciones populares que han promovido el último ciclo político de
gobiernos progresistas en América latina. Una cuidadosa reflexión en
este sentido puede contribuir a la hibridación selectiva de sus
experiencias de gobierno, y sobre todo a llevar a cabo su traducción a
los marcos conceptuales y de praxis de las democracias del Sur de
Europa. Esto a su vez podría producir un rearme identitario de la
izquierda española y activar un recambio ideológico en la izquierda
europea, por el momento incapaz de rearticularse con su propio
repositorio de referentes.
En este escenario, la cuestión es si ese objetivo ha de ser el
resultado de una lenta convergencia de formaciones en torno de un
programa consensuado o si el liderazgo adquiere unas posibilidades
estratégicas excepcionales de cara a la reunificación de la izquierda.
En cualquier caso, todo indica que la clave sigue estando en establecer
condiciones institucionales para que los liderazgos se vean forzados a
renovar sus bases de apoyo, innovar en sus propuestas frente a la crisis
y a reformular discursos y relatos para ganar la atención de públicos
internos y externos.
¿Qué tipo de primarias pueden maximizar la participación?
Ante la pérdida de legitimidad de la representación partidocrática,
las diferentes formaciones se plantean las primarias como método para
configurar sus listas electorales. El problema es que en general éstas
se presentan ante todo como una opción para aumentar la participación
hacia dentro de los partidos. Todas ellas deberían cuando menos
plantearse abiertamente la cuestión de si las primarias han de servir
también para activar y redimensionar esa comunidad que marca los
confines de los partidos hacia fuera.
Una democratización de los partidos a la altura de sus problemas
heredados de aislamiento social y atrofia institucional parece pasar por
unas primarias abiertas que otorguen derecho de voto no solo a
militantes, sino también a los ciudadanos con un mínimo de simpatía
hacia los valores, propuestas y sensibilidades de las formaciones que se
plantean vehiculizarlos. Si las primarias no son abiertas,
probablemente ahondarán en la desafección.
Dicho esto, es probable que el modelo de primarias, importado de un
contexto como el estadounidense sin marcas significativas de partidos
tradicionales de clase, no sea en sí mismo garantía para una
recomposición organizativa verdaderamente unificadora. Para remozar esta
comunidad de referencia parece obligado actualizar además los vínculos
de relación de los partidos con otras redes socio-culturales y políticas
activas.
¿Es intervenir en política desde los medios hacerlo desde afuera o desde arriba?
Al igual que el sistema político, el sistema mediático construido a
la salida de la dictadura pivota sobre los consensos excluyentes de los
pactos transicionales. La renuncia del comunismo postfranquista a contar
—a diferencia de la mayoría de sus homólogos europeos— con un medio
escrito propio, así como la subordinación estratégica del espacio
socialista al grupo comunicacional PRISA —forjado en el seno de la
esfera de opinión del franquismo desarrollista— ha derivado en una
abrumadora sobrerrepresentación mediática del conservadurismo neoliberal
en nuestra esfera pública.
Sin embargo, con la progresiva incorporación a internet por parte de
las redes militantes (Nodo50, Rebelión, Diagonal, Sin Permiso,
Madrilonia etc), y la reconfiguración de los medios informativos
comerciales tras el cierre de la edición en papel de Público en 2012
(con nuevas cabeceras como eldiario.es, La Marea, , Mongolia, Infolibre,
etc) por primera vez se cuenta con un espacio de información crítica
con suficiente proyección pública como para concurrir en las disputas
por las hegemonías discursivas.
Los capitales mediáticos y los recursos comunicativos son ya
herramientas ineludibles para la acción política. Cabe preguntarse si
podrán rellenar el histórico hueco entre minorías militantes y mayorías
ciudadanas pasivas, y hacia dónde se orientarán sus posibles
convergencias. Hay una parte de todo esto que sigue siendo de
experimentación. Pero parece que esas nuevas formas de poder están ya en
condiciones de disputar al establishment sus estrategias también
mediáticas de desmovilización, o de movilización reaccionaria. Lo cierto
es que con la nueva configuración mediática no sólo se han roto las
divisorias entre dentro y fuera, sino también entre hacer política desde
arriba y desde abajo. Ello pone en evidencia aún más a los partidos y
sus fronteras y jerarquías. Una propuesta tecnopolítica como la del
Partido X, tras la ciberexperimentación desarrollada en el marco de las
movilizaciones del 15M, intenta dar cuenta de esta nueva lógica
activista.
Otro interesante ejemplo es el “movimiento de ficha” realizado por
“Podemos”, apoyado en la trayectoria de compromiso mediactivista de
Pablo Iglesias que se ha abierto hueco en el masivo espacio televisivo
promoviendo tertulias propias y ajenas. No parece casual que el fenómeno
esté resultando un revulsivo en el quieto estanque en el que las
fuerzas parlamentarias miraban autocomplacientemente su devenir
electoral.
De la indignación a un nuevo pacto social de participación
La reunificación de la izquierda puede darse o no darse. Tal vez el
peor escenario no sería sin embargo el de la continuidad en la desunión
sino uno en el que la unificación lograse una mayoría parlamentaria pero
a costa de no conseguir detener la erosión de la legitimidad
democrática. Todo parece indicar que, para reunir la izquierda
refundando la ciudadanía, es imprescindible amalgamar perspectivas
ideológicas diversas con sensibilidades de corte republicano que
subrayan el valor de la virtud ciudadana en la vida política y
económica. En este contexto, la promoción entre la ciudadanía movilizada
de la emoción política aparece como una baza imprescindible para
alcanzar una subjetividad colectiva empoderadora que garantice una
salida de la crisis social y políticamente inclusiva.
Lo que está en juego tiene que ver con un sueño que otros han vivido
ya. España no ha conocido desde los años treinta, salvo si acaso un
breve período en la primera mayoría absoluta del PSOE hasta el engaño
del referéndum de la OTAN (en la práctica los años 1983-1984), un
escenario en el que unas bases ciudadanas movilizadas orienten su acción
colectiva al apoyo crítico de una coalición por la extensión en clave
radical de los derechos ciudadanos y la economía social. Lo que ha
conocido ha sido, en el mejor de los casos, movilizaciones puntuales de
oposición más o menos exitosa seguidas de períodos más largos de reflujo
en la implicación y la movilización ciudadana. Siempre se habla de la
capacidad de la derecha de movilizar desde el poder a sus bases, y esta
es desde luego la asignatura pendiente de la izquierda española
posterior a la derrota de la Segunda República. Es aquí donde más se
nota que la ciudadanía crítica ha perdido incluso la capacidad de soñar.
Hacer realidad ese sueño sin duda comporta un cambio en las
relaciones entre partidos, militantes y ciudadanos, que podemos definir
como un “pacto por la participación” que genere un nuevo espacio de
encuentro entre la organización y la acción políticas. Como todo pacto,
éste comporta libertades y obligaciones. Los de los partidos y
militantes ya han sido aquí exploradas. Falta decir algo de los de los
ciudadanos.
Se habla mucho de falta de mecanismos de control y rendimiento de
cuentas por parte de los políticos, pero no se señala a continuación que
este reclamo debiera darse en un doble sentido: la responsabilidad de
los ciudadanos para con las formaciones que votan o con las que se
identifican debiera ir más allá del instante del paso por las urnas.
Seguramente esto sólo puede plantearse a cambio de algún grado de
reconocimiento por parte de las formaciones políticas más allá del pacto
de votos a cambio del cumplimiento de los programas.
La encrucijada histórica reclama voluntad política y virtud cívica
para activar nuevas hibridaciones entre formatos de representación y de
participación ciudadana. Si los partidos quieren estar a la altura de
los tiempos, deberían experimentarlas en sus propias carnes
organizativas.
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