EL PAIS SEMANAL, 23 MARZO 2014
Peter Bregman
Se puede leer el artículo complento "Consider not setting goals in 2013" en www.peterbregman.com.
“–¡Sofía, Daniel! –grité por el pasillo a mis hijos de siete y cinco
años de edad, que estaban jugando en su habitación–. En diez minutos
llega el autobús de la escuela. Vamos a ver quién se cepilla antes los
dientes y llega primero a la puerta. Los dos se lanzaron hacia el baño, riendo. Tan solo dos minutos más
tarde, Daniel había ganado, por muy poco, a Sofía. Sonreí por mi
victoria. Tenía a los dos niños en la puerta, listos para coger el bus
en un tiempo récord. Había conseguido mi objetivo. ¿O no? Sí, estaban en
la puerta a tiempo. Sin embargo, dos minutos no es tiempo suficiente
para cepillarse los dientes correctamente. Además, el baño había quedado
hecho un desastre”.
Con esta anécdota familiar, Peter Bregman empezaba su artículo Considere no establecer objetivos en 2013, publicado en la prestigiosa Harvard Business Review.
El escritor y especialista en liderazgo fue una de las primeras voces
en alzarse en contra de la ética de los objetivos, esa tendencia tan
arraigada que profesionaliza todos los ámbitos de la existencia. Y con
profesionalizar nos referimos a contemplar la existencia bajo la
perspectiva de la productividad, como si nuestras vidas tuvieran que
responder ante un consejo de administración y lo único que importara
fueran los resultados.
Cuando bailas, tu objetivo no es ir a un lugar determinado de la pista. Es disfrutar cada paso del camino”Wayne Dyer
Así, con tantos objetivos por cumplir, casi nadie habla de sus
perniciosos efectos secundarios. Analicemos, en este sentido, la
anécdota familiar de Bregman y veremos reflejados, tanto en el padre
como en los dos niños, muchos de los problemas (personales y
empresariales) que caracterizan y definen nuestro tiempo:
Enfoque pequeño de la realidad. Si solamente me
preocupa que mis hijos estén a tiempo para coger el autobús de la
escuela, dejo de lado algo tan importante como su higiene dental, por
ejemplo. El resultado es que empequeñezco la dimensión de un tema mayor
por conseguir un resultado inmediato.
Comportamientos poco éticos. Puede que Sofía y
Daniel, compitiendo para llegar antes a la puerta, se empujen o se
escondan el uno al otro la pasta de dientes, por ejemplo. Por tanto, se
puede estar fomentando un aumento de conductas no deseadas.
Falta de perspectiva ante posibles riesgos. No es
difícil de imaginar a Daniel corriendo escaleras abajo para llegar el
primero, sin pensar en que puede tropezar y hacerse daño.
Falta de automotivación. Si el objetivo es lo único
que importa, si llegar el primero para tener contento a papá es la
motivación, ni Daniel ni Sofía van a lavarse los dientes por razones
como la higiene y el cuidado personal.
Disminución de la cooperación. Supongamos que Sofía,
más pequeña que Daniel, no acierta a abrir la pasta de dientes y le
pide ayuda a su hermano. Es lógico que, en este contexto, Daniel vea la
incapacidad de su hermana como una ventaja competitiva que le acerque a
la meta de llegar el primero y decida no ayudarla.
Pero además de los efectos secundarios que hemos comentado, una vida
enfocada a los objetivos provoca ansiedad. Porque cuando se compite, no
siempre se puede ganar. Porque no siempre se puede conseguir aquello que
nos proponemos. Aunque nos esforcemos. Aunque lo hagamos todo bien, es
inevitable que en ocasiones no alcancemos lo que era nuestro objetivo.
¿Entonces qué? Incluso durante el proceso, estamos tan orientados a
lograr esto o aquello que provoca que no disfrutemos de lo que estamos
haciendo. Solamente podemos pensar en si lo conseguiremos o no.
¿Resultado? Más desasosiego. Así, no es difícil de entender que los
psiquiatras definan la ansiedad como la epidemia de nuestro siglo. Es
normal. Nuestra sociedad se ha orientado a la ética del objetivo. Del
conseguir. Del tener. Del llegar. No del camino.
En este sentido, la distinción entre ser y tener que hace Erich
Fromm, uno de los grandes pensadores de finales del siglo pasado, parece
una profecía de nuestros días. Veamos:
“Si puedo decir ‘soy lo que tengo’, entonces la pregunta que surge
es: ‘¿Quién soy yo si pierdo lo que tengo?’. Así pues, el sentido de
identidad basado en ‘lo que yo tengo’ es siempre amenazante. El sentido
de identidad que está basado en el ser es completamente diferente. Yo
siento, veo, amo, estoy triste… todas estas experiencias humanas que se
pueden expresar con verbos son actividades humanas que no son
dependientes, que no pueden perderse o ser destruidas”.
Si queremos librarnos de la angustia del tener, de conseguir y
conseguir objetivos, debemos fijarnos ámbitos de mejora. Trabajar en lo
que nosotros somos, en aquello que no puede ser destruido. No en aquello
que podemos obtener.
Hagamos un ejercicio, usemos la imaginación y supongamos que somos
delanteros de un equipo de fútbol y llevamos algunos partidos sin marcar
un gol. Nos hemos esforzado. Hemos corrido más que nunca, pero el gol
no llega. Empezamos a estar ansiosos y tratamos de concentrarnos para el
próximo partido con un único objetivo en mente: meter por fin un gol y
dar por acabada la sequía. Llega el día del partido y estamos tan
pendientes de nuestro objetivo que apenas combinamos con nuestros
compañeros. Nos obsesionamos con disparar desde cualquier posición, sin
tener en cuenta si es la más idónea. No disfrutamos. No nos lo pasamos
bien. Al final, no llegamos a marcar. Es más, el entrenador, disgustado
con nuestro juego, decide sustituirnos antes de que termine el
encuentro. Los objetivos nos han traicionado.
La mejor forma de conseguir la realización personal es dedicarse a metas desinteresadas” Viktor Frankl
Pero hay otro camino que consiste en analizar las razones por las que
no hemos alcanzado el gol: examinar nuestro juego en estos últimos
partidos. Entonces, tal vez lleguemos a la conclusión de que no estamos
suficientemente compenetrados con los mediocampistas de nuestro equipo, y
que además no nos desmarcamos bien, con lo que no producimos
suficientes opciones claras de gol. Tenemos ahora dos ámbitos de mejora
en los que trabajar durante los entrenamientos. Así, charlamos con los
mediocentros y ensayamos alguna jugada nueva. Nos preocupamos por
desmarcarnos mejor, crear buenas diagonales… En conclusión, saltaremos
al terreno de juego siendo mejores futbolistas y, por tanto,
aumentaremos en mucho las posibilidades de marcar gol. Además, al darnos
cuenta de nuestra progresión, seguro que disfrutaremos mucho más del
juego.
Enfocarse en los objetivos es trabajar para conseguir lo que queremos
una vez. Enfocarse en los ámbitos de mejora es progresar para alcanzar
lo que queremos una vez y otra y otra. Es como la fábula que todos
conocemos de aquel granjero que tiene una gallina que pone huevos de
oro. Sabemos su fatal desenlace. El hombre, impaciente y avaricioso,
decide abrir en canal a la pobre gallina para extraer todos los huevos
de oro. El granjero se ha enfocado en los objetivos. ¿Resultado? Ni
huevos, ni oro, ni gallina. Y mucha ansiedad.
Lo cierto es que todos tenemos nuestra gallina de los huevos de oro,
es decir, aquello que hacemos bien y además disfrutamos haciéndolo. Y
todos podemos decidir si le pedimos resultados y más resultados o si
preferimos cuidar y mimar esas habilidades que nos diferencian del
resto.
En el libro Zen en el arte del tiro con arco,
Eugen Herrigel nos cuenta sus años como
discípulo con uno de los grandes maestros
de arquería japonesa, el llamado kyudo.
Precisamente una de las grandes lecciones
que aprendió (casi imposible de entender
para un occidental) es que para acertar en el
centro de la diana, para alcanzar el objetivo,
hay que apuntarse a uno mismo. Debemos,
pues, estirar el arco libre de toda intención y
con un tipo de fuerza no forzada que permita
al tiro desprenderse del tirador “como fruta
madura que cae de la rama”.
discípulo con uno de los grandes maestros
de arquería japonesa, el llamado kyudo.
Precisamente una de las grandes lecciones
que aprendió (casi imposible de entender
para un occidental) es que para acertar en el
centro de la diana, para alcanzar el objetivo,
hay que apuntarse a uno mismo. Debemos,
pues, estirar el arco libre de toda intención y
con un tipo de fuerza no forzada que permita
al tiro desprenderse del tirador “como fruta
madura que cae de la rama”.
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