La Red Renta Básica inició su actividad a principios de
2001. Un buen número de personas que ya llevaban una década
promoviendo la propuesta de la Renta Básica, con éste
o con otro nombre, e investigando determinados aspectos
de la misma, decidieron constituir la Asociación. En el
artículo 4 de los Estatutos
se dice que "constituyen los fines de esta Asociación
la promoción y difusión de estudios y la investigación
científica sobre la Renta Básica, para un mejor conocimiento
de la propuesta y de su viabilidad". La Red Renta Básica
es sección oficial de la organización internacional Basic
Income Earth Network (BIEN) desde la asamblea
de ésta última realizada en Ginebra el 14 de septiembre
de 2002.
En la página web de la red he encontrado el artículo que transcribo a continuación de David Casassas sobre esta la ILP que se está llevando a cabo en Cataluña. Creo que sería muy interesante el promover algo parecido en Canarias.
La actual crisis económica y social, efecto y cúspide del giro neoliberal que el capitalismo viene realizando desde mediados de la década de 1970, está dejando tras de sí un paisaje desolador: a la masiva destrucción de puestos de trabajo, que implica un incremento espectacular del riesgo de pobreza y exclusión para la gran mayoría, se le suma el intento de demolición de las instituciones básicas del Estado del Bienestar, lo que debe entenderse como parte de un ataque, de todo punto político, a las condiciones de vida del conjunto de las clases populares, unas clases populares que, por ello, ven mermados su margen de maniobra y su capacidad de decisión a la hora de formar y desarrollar proyectos de vida libres y autónomos.
Todo este escenario viene acompañado también por cambios profundos en los mercados de trabajo y en las políticas públicas tradicionalmente vinculadas a su funcionamiento. Durante los años de vigencia del pacto social de posguerra, se entendía que la garantía de los ingresos de los hogares venía dada por la garantía del empleo (masculino, por supuesto), que (se suponía que) no faltaba; y cuando el empleo faltaba, entraban en funcionamiento políticas de garantía de rentas y de formación ocupacional que (se suponía que) conducían a la reinserción sociolaboral de las personas coyunturalmente excluidas. Hoy este viejo consenso ha quedado hecho trizas: la presencia de más de seis millones de personas paradas en el Reino de España –más de 900.000 en Cataluña, donde, además, se encuentran 267.000 hogares en los que ninguno de sus miembros tiene empleo– y el crecimiento galopante de la precariedad ponen de manifiesto la dificultad de que los actuales mercados de trabajo, bajo las actuales reglas de juego, absorban el conjunto de la población y ofrezcan unas condiciones de vida elementalmente dignas.
Por si fuera poco, los viejos mecanismos para el sostenimiento de las rentas de los hogares –fundamentalmente, las rentas mínimas de inserción (RMI) gestionadas por las comunidades autónomas del Reino de España– han ido degenerando hasta convertirse en verdaderas caricaturas de sí mismas: si antes fracasaban en el empeño de aupar al conjunto de la población excluida a una existencia digna –los índices de cobertura eran muy escasos y las tremendas condicionalidades que implicaban se convertían en dolorosas fuentes de estigmatización y de control social–, hoy se han transformado en programas residuales tocados de muerte por el paso del tijeretazo neoliberal –basta recordar, a modo de ejemplo, la mutilación sufrida por la RMI catalana en verano de 2011: para el 2012, se destinó un 27% menos de los ya exangües recursos previstos para dicho programa en 2011–.
En este contexto, la aparición de una Iniciativa Legislativa Popular por una Renta Garantizada Ciudadana (RGC) no puede sino ser motivo de celebración y de activación política. Reconocida por el artículo 24.3 del Estatuto de Autonomía votado en Cataluña en el referéndum de 2006, la RGC aspira a garantizar una prestación económica a toda persona que cuente con unos ingresos inferiores al umbral de la pobreza. En concreto, y de acuerdo con los datos ofrecidos en el Proyecto de Ley, su aprobación permitiría que todas las personas residentes en Cataluña tuvieran unos ingresos económicos por lo menos iguales a 664 euros mensuales, lo que permitiría terminar con las causas económicas de la pobreza.
Conviene destacar en este punto que, a diferencia de las RMI que hemos conocido, la RGC se percibiría sin necesidad de contraprestaciones vinculadas a programas de (supuesta) inserción sociolaboral. La única condición para que una persona perciba la RGC es que cuente con ingresos inferiores al umbral de los 664 euros. Y ello no es baladí, pues supone el reconocimiento de que la carencia de ingresos es incompatible con el desarrollo de una vida digna y libre, y constituye la reivindicación de que las instituciones públicas, que deberían darse al conjunto de la ciudadanía, aseguren la percepción de esos ingresos por parte de todas las personas legalmente residentes en Cataluña. De ahí la necesidad de apoyar la ILP y de llevarla a todos los rincones de nuestra sociedad, dándola a conocer para fortalecer y ofrecer nuevos argumentos al clamor popular, profundamente democrático y democratizador, que la ILP por la dación en pago ha logrado ya encauzar.
Pero conviene recordar aquí que la democracia no admite condiciones. Tampoco en el campo de las políticas de rentas. Si la ILP por una RGC resulta políticamente atractiva, es porque, además de hacer frente a una verdadera situación de emergencia social, puede ser vista como un paso más hacia la instauración de una Renta Básica plenamente universal e incondicional. Si de lo que se trata es de democratizar las relaciones sociales; si de lo que se trata es de capacitar a individuos y grupos para imaginar y desplegar vidas vivibles en condiciones de libertad; si de lo que se trata es de todo ello, es preciso otorgar incondicionalmente –esto es, “de entrada”, “al inicio” de nuestra interacción con los demás, no cuando hemos caído ya en una situación de pobreza, vulnerabilidad y dependencia– conjuntos de recursos materiales e inmateriales que nos hagan autónomos, que nos permitan rechazar aquello que hoy se nos impone para ensayar aquello que realmente deseamos para nuestras vidas.
Bien es cierto que, como se ha visto, la RGC relaja considerablemente las condicionalidades vinculadas a las RMI tradicionales. Pero la RGC sigue siendo una política asistencial que sólo entra en acción una vez que podemos demostrar que cumplimos una condición: la de ser pobres. Y los subsidios condicionados a la pobreza traen de la mano importantes problemas “técnicos” que conviene no soslayar: requieren exámenes de recursos altamente costosos para la administración, estigmatizan a las personas perceptoras y hunden a amplias capas de la población en la trampa de la pobreza: al ser condicionados, tales subsidios pueden desincentivar la realización de trabajo remunerado, pues ello implicaría la pérdida de la dotación –en cambio, con una Renta Básica plenamente incondicional, el subsidio no constituye un techo, sino un suelo a partir del cual se pueden acumular otras fuentes de renta–.
Pero si es preciso ir más allá de lo que un subsidio condicionado como la RGC ofrece, lo es por razones de profundo calado “político” todavía más importantes. Cuando la política pública adquiere un formato condicional, como en el caso de la RGC, “iniciamos” nuestras relaciones con los demás en condiciones de desposesión material, con lo que en ningún caso podemos plantearnos sortear el status quo vigente: sencillamente, nos vemos obligados a vivir en él y, en caso de salir especialmente mal parados de esa interacción ineluctable con dicho status quo –por ejemplo, con los hostiles mercados de trabajo actuales–, nos vemos asistidos ex-post por las agencias públicas que tratan de administrar cuidados paliativos.
En cambio, con políticas universales e incondicionales como la Renta Básica –y no sólo: podríamos citar también un amplio paquete de medidas en especie totalmente complementario a la Renta Básica–, la situación es diametralmente opuesta. En este caso, las instituciones públicas se encargan de otorgarnos ex-ante un conjunto de recursos que garantizan nuestra existencia en condiciones de dignidad, y que, de este modo, contradicen la dinámica desposeedora que el capitalismo ha mostrado siempre. A partir de ahí, gozamos de un acrecentado poder de negociación –en la esfera productiva, en la reproductiva, etc.– que nos habilita para sortear y aun subvertir el status quo en cuestión, y para construir caminos productivos y vitales verdaderamente nuestros. De ahí el potencial emancipador de una Renta Básica plenamente incondicional. Y de ahí que empiece a ser un lugar común entre los movimientos sociales y políticos actuales el referirse a ella como pieza clave –no única, claro está– para la democratización de la vida económica y social toda.
Dicho esto, la ILP por la RGC ha venido para quedarse. Y para que la hagamos llegar tan lejos como todos y todas seamos capaces de hacerla llegar. 50.000 firmas son pocas. Necesitamos muchas más para volver a afirmar a pleno pulmón que a quien queremos rescatar es a las personas. Que una sociedad que se precie de serlo no puede funcionar con la mayoría de su población en la cuneta de la precariedad, la pobreza y la exclusión o bajo la amenaza de deslizarse hacia ella. 50.000 firmas, pues, son pocas. Ojalá, eso sí, que la ILP por la RGC permita profundizar en el debate y el camino hacia respuestas plenamente universales e incondicionales a la cuestión de los fundamentos materiales de la libertad y la democracia. La Renta Básica tiene en este punto mucho que ofrecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario